Descendió a los infiernos
de Víctor Codina – 09/04/2022
En el Credo apostólico se afirma que Jesús descendió a los infiernos. Este descenso de Jesús a los infiernos, se sitúa entre la muerte de Jesús y su resurrección.
Este descenso de Jesús a los infiernos, que aparece en varios lugares del Nuevo Testamento (Mt 16,18; Hch 2,29-33; Flp 2,10;1 Pe 3,19; etc.) y también en el Pregón de la Vigilia pascual, nos resulta hoy algo extraño y desconcertante. ¿Qué es y qué sentido tiene para nosotros hoy este descenso de Jesús a los infiernos?
En primer lugar hay que clarificar que “los infiernos” a los que desciende Jesús (en hebreo seol, hades) son diferentes del clásico infierno (en hebreo gehenna).
Los infiernos, el seol o el hades, eran para el mundo judío del Antiguo Testamento el lugar y el reino de los muertos. Se situaba en el seno de la tierra (Mt 12,40), del mismo modo que se situaba a Dios arriba en el cielo. Ante realidades que nos sobrepasan, no tenemos más remedio que buscar expresiones simbólicas como el cielo y los infiernos.
Los infiernos eran un lugar oscuro y de algún modo alejado de Dios, adonde iban los muertos a final de su vida y se reunían con sus padres. Durante mucho tiempo Israel no tenía idea clara de la resurrección, aunque algunos salmos pedían no permanecer en el seol, sino llegar a ver el rostro de Dios (Sal 16,10-11) y algunos textos proféticos (Ez 37) y de después del exilio (2 Mac 7) ya anunciaban la esperanza de resurrección.
El descenso de Jesús a los infiernos, significa que Jesús asume la condición humana y la muerte hasta el final, se encarna hasta lo más bajo de la existencia humana, desciende como todos los muertos, a los infiernos, al reino de los muertos.
Pero la gran novedad es que Jesús no permanece en los infiernos, no queda encerrado en la prisión de los muertos, sino que sale del seol victorioso, resucita y rompe las ataduras del reino de la muerte, su presencia ilumina las sombras de la muerte. Un texto del Apocalipsis lo expresa claramente:
“Soy el Viviente, estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y de su reino” (Ap 1,18).
La iconografía occidental de la resurrección representa a Jesús que sale del sepulcro, ante el desconcierto de los soldados que caen despavoridos. Los iconos de la resurrección del Oriente cristiano, más profundos, representan a Jesús lleno de luz que sale de los infiernos victorioso y toma de sus manos a Adán y a Eva, al Hombre y a la Mujer, para sacarlos fuera de los infiernos y recrearlos en la luz pascual. La resurrección de Jesús significa la liberación del mal y el triunfo de la vida sobre la muerte.
El descenso de Jesús a los infiernos tiene consecuencias no solo espirituales sino históricas. No solo es creer que la muerte no es la última palabra y que Jesús es el Viviente, sino que implica que hay que continuar descendiendo a los infiernos de nuestros días, para liberar de la muerte a los que sufren una vida inhumana y cualquier tipo de esclavitud.
Hemos de descender a los infiernos de las víctimas de la guerra de Ucrania, a los migrantes que llegan en trenes o en pateras, a las residencias de ancianos abandonados, a los infiernos de los sin techo, de los desahuciados, de las mujeres marginadas víctimas de agresiones y de abusos sexuales, a todas las personas que sufren pobreza, soledad y exclusión por motivos étnicos, culturales, sexuales o religiosos. Y hay que comunicar vida y esperanza, liberar de una muerte antes de tiempo.
El Sábado Sano es litúrgicamente un día de silencio en espera de la Vigilia Pascual, pero este largo silencio está lleno de la esperanza de la Pascua y ha de aportar vida a cuantos hoy residen en los infiernos de nuestra historia. Hemos de descender como Jesús y con Él a los infiernos de hoy y con la fuerza del Viviente, liberar de la muerte a los que hoy viven en la noche de la desesperanza y conducirlos a la Pascua.
Fonte: Amerindia